La superficie del mar en su pelo

   En el compás de las luces y las sombras, los timbales y flautas, los latidos de su corazón se unían con ansias de libertad al envolvente baile. Para aquella joven encandilada por la atmósfera de esa danza ritual aquella era una de las mejores formas que existían de rescatar sus pasiones y lanzarlas al exterior, refulgiendo como una estrella.

   Si bien el juego de las llamas, también danzarinas, acariciaba su rostro haciendo compañía a su rubor, la propia aura de la joven parecía brillar y destacarse de las demás. Estaba entregada en cuerpo y alma. Nada cruzaba por su mente salvo el ansia cegadora de seguir bailando. No importaba nada más que ese momento, el cual pertenecía solamente a ella, y daba buena cuenta de estar disfrutándolo al máximo.

  El vestido verde esmeralda dejaba al descubierto la mayor parte de sus brazos y escote, donde se agitaba un pequeño colgante enredándose a veces en su pelo. Un cinturón de cuero con hebras plateadas ceñía sin hacer demasiada presión el vestido a su cintura, y sus pies descalzos se descubrían cuando se remangaba un poco los bajos del vestido.

    Los ojos del que la observaba se posaron entonces en su cabello oscuro, y pensó en lo poética que le resultaba aquella mujer, pues, disminuyendo ella el ritmo de sus giros y saltos, su cabello ondulado seguía danzando; la parte interior más espesa y quieta, los mechones exteriores deslizándose con suavidad, como se desliza la superficie del mar cuando éste es agitado por una leve brisa.

    La belleza, lo femenino y lo espiritual unidos en un cuerpo poseído por la música. Lo primitivo y lo salvaje, una danza alrededor de una hoguera junto con la gente de la aldea, los aromas estimulantes, el homenaje a la naturaleza en su estado puro, la esencia y pureza del bosque, todo ello espectáculo de éxtasis, bella exaltación del ánimo más tribal. 

    Si aquella mujer era una diosa, entonces él rendiría culto a la magia que la envolvía, y alimentaría su admiración por ella que, lejos de inclinarse hacia lo carnal, se asemejaba a cuando un hombre contempla la infinitud del firmamento mirando al cielo en una noche estrellada.  Por ello, se deleitaría con ella silenciosamente como señal de respeto a su trance, que él no interrumpiría como un inoportuno intruso. Existen cosas que, sencillamente, por alguna razón son inalcanzables.


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